Anoche me monté en el bus equivocado. En uno que iba exactamente en la dirección contraria a la que me dirijo siempre. En cualquier lugar del mundo, esto no dejaría de ser una idiotez más para contar a los amigos. Aquí no. Aquí adquiere visos colombianos. Al darme cuenta de mi error –al ver el edificio de catastro, por donde casi nunca paso–, quise bajarme. Logré esto después de un par de minutos, pues el bus iba atestado de personas. El bus paró en un lugar en la carrera 30 frente al que hay un Home Center. Desolado. Cinco segundos después de bajarme, oigo voces a mi espalda y, al mirar, veo a alguien que me grita. No le entiendo. Sólo veo que mueve un cuchillo cerca de mi espalda. Eran dos. Me pedían el celular. Yo intentaba sacarlo pero no podía. De repente, el del cuchillo empezó a pedirme la maleta. Mi reacción (no pensada) fue la de negarme a dársela. Y vino la puñalada en el brazo derecho. Dos taxistas habían parado a ver qué pasaba, e incluso uno se bajó a ayuda
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